Artículo de Javier Pérez Andujar, publicado en "tintaLibre". Septiembre 2014.
Hay en las calles de Madrid una dialéctica feroz entre la gigantesca bandera nacional de la plaza de Colón, impuesta a la ciudad desde las alturas en que se la ve, y las banderas republicanas de los puestos callejeros del Rastro, que se venden como las camisetas, los peines, los peladores de patatas, las cosas que a diario utiliza la gente. Es el abismo que se abre entre lo popular y el pueblo; porque la palabra popular hace tiempo que ya no significa pueblo sino corrupción.
Del mismo modo que la izquierda ha sido secuestrada por la derecha, sus palabras han seguido también ese camino. La palabra libertad, por ejemplo, empezó a hacerse conservadora en plena transición con aquel éxito de José Luis Perales donde se contaba la historia de alguien que se subió a un velero llamado Libertad y en el cielo descubrió...gaviotas.
Existe hoy una libertad de izquierdas y una libertad de derechas. En España, la libertad de derechas ha sido siempre más partidaria del derecho a fumar que del derecho a votar. Además de pasar del bigote en desfile al nudo de ahorcado de sus corbatas (por sus nudos les conoceréis), la eterna derecha española ha aportado a la democracia (o lo que queda de ella) un himno sin letra ( el cual simboliza su eterno calla y obedece) y una bandera de tan terribles connotaciones, tan significada de represión, que aún transcurridas cuatro décadas de normalidad democrática somos muchos los que no podemos mirarla sin recelo. La verdad es que no vamos a sentirla nuestra nunca en la vida.
Venimos de otra bandera, de otro himno, de otra ilusión, cuya desaparición física de los antepasados (bueno estar...,están en algún hoyo de los caminos de España). La auténtica herencia recibida es una bandera y un himno, que durante mucho tiempo solemnizaron la implantación de una dictadura militar, y por eso ahora a muchos españoles nos cuesta aceptar esta bandera y este himno, ya no digo quererlos. Pero en absoluto siento rencor personal hacia el presente. Nada tengo en contra de nombres, dinastías, que también se consensuaron entonces cuando se acordó todo. Hasta sería capaz de aceptar una monarquía a cambio de reponer la bandera tricolor y el himno de Riego (pero esto creo que lo digo por vacilar).
Resulta imposible convivir con lo que no te crees. Y eso es lo que nos ocurre, por ejemplo, con las banderas que inundan las calles de Barcelona cuando la multitud se manifiesta en favor del derecho a decidir. ¡Dan un montón de envidia!. Es la diferencia entre quienes han elegido sus símbolos y, por tanto, los exhiben con orgullo, y quienes los tenemos impuestos y por nada del mundo saldríamos a la calle ni a ninguna otra parte bajo una bandera con la que no vemos la manera de sentirnos vinculados. Es más soportable no sentirse nada en la vida que pertenecer a un país que persiguió hasta el exterminio todo lo que los tuyos soñaron.
Hay quien se conforma con tener alma republicana y no el Estado. Natural. El país de la santa compaña lo formamos un reguero de almas en pena. Pero la verdad es que resulta muy difícil dejar de pertenecer a lo que se ha perdido. Uno renuncia antes a lo que tiene. En eso consiste el idealismo. En seguir creyendo, en seguir luchando. Me conjuré para ello de niño mientras escuchaba a los mayores hablar una tarde cualquiera de lluvia, la caja de galletas terminándose, los toros interminables en la tele. Y sin proponérmelo...¡No! ¡Al contrario! Empecinado en el propósito de recuperar todo eso, asumí que era legítimo heredero de un sueño. Que estaba comprometido con el republicanismo familiar lo supe desde entonces. Así, era una cuestión de dinastía, como los reyes.
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