8 de enero de 2014

HA VUELTO EL CID




El hecho de que una hija del rey haya sido imputada, por segunda vez, en relación con delitos fiscales y blanqueo de dinero, acapare la atención de todo un país es normal, también lo es que toda la prensa extranjera lleve la noticia en sus portadas. Si al miembro de una casa real, y más si ésta asume la jefatura de un estado, se le relaciona judicialmente con la comisión de delitos es motivo suficiente para que la opinión pública considere de máxima importancia la noticia y sus entresijos.  Lo que no es normal es que la atención ciudadana se centre más en la posibilidad de la imputación a un miembro de la familia real que en los motivos de dicha imputación. Así las cosas la noticia deja de ser el delito cometido para serlo el simple hecho de que la justicia haya sido capaz de sentar en un juzgado a un miembro de la familia real. Lo anterior nos da una idea del concepto que de la justicia se tiene en España.

Desde su existencia como tales, los borbones han venido haciendo de su capa un sayo sin que la justicia ordinaria se lo impidiese. De hecho nuestra Constitución blinda los desmanes que Juan Carlos I pueda cometer y su persona es ajena a posibles encuentros con la justicia. Ellos y la clase política que los mantiene en el trono son más dados a someterse a la "justicia divina", al estilo y maneras de Michael Corleone, que negaba sus crímenes ante los jueces y luego se los contaba con todo detalle a un cardenal papable. Esa justicia en la que un juez inexistente siempre perdona los delitos cometidos, aunque sean de sangre y mucha sangre. Un sincero arrepentimiento sin restitución del daño causado y el simple propósito de no reincidir garantizan la absolución. Si luego el delito vuelve a cometerse solo hace falta pedir hora con el confesor y en menos de diez minutos todo queda favorablemente resuelto para el culpable confeso. Claro que debo precisar y advertir que estas confesiones de culpa no es nada aconsejable que se lleven a cabo en el seno de religiones diferentes a la católica, ya que puede que el confeso sea ajusticiado en una pira o que sus manos sean cortadas de un limpio machetazo.

Para su aplicación aquí en España y teniendo en cuenta que muchos españoles aún no han visto a dios alguno, se ha optado por la justicia de los hombres y la divina ha quedado, con el permiso de la Inquisición, para el día ese en que todos nos volveremos a reencarnar para rendir no se que cuentas.

Lo anterior, para la derecha católica y sus reyes es un tema que no acaban de digerir. Eso de que una infanta de España rinda cuentas al pueblo les parece una falta de respeto. En el fondo piensan que la realeza , y ellos mismos, solo se deben a su todopoderoso imaginario, olvidando que en este país ya existe un precedente, al menos la leyenda, donde un militar burgalés hizo jurar a todo un rey, Alfonso VI el Bravo, su inocencia en el asesinato de su hermano Sancho. A raíz del juramento y según una esplendido análisis del mismo que debemos a Francisco García Fitz:
El Cid se convierte en conciencia social y guardián del bien común, pasando a representar el "mito del cambio social, pero del cambio social asumible, no revolucionario", al actuar como garante de la continuidad del ejercicio de la autoridad, pero del ejercicio correcto de la misma.
Esto que hizo El Cid, leyenda o no, es lo que los españoles estamos deseando, lo que necesitamos para seguir siéndolo sin avergonzarnos de ello. Nuestro Cid hoy son los jueces, y al igual que él deberían ser paladines de la verdad, de la justicia y del bien común. Actuando justamente y por el bien de todos jamás el pueblo les volverá la espalda y los gobernantes les temerán. 

Si algo no debe llegar nunca a ser cuestionado por el pueblo, ese algo es la justicia en su acepción de garante del cumplimiento de las leyes en un plano de igualdad para todos. Malo es que un alto cargo político cuestione la independencia de las decisiones judiciales, pero inmensamente peor es que el pueblo lo haga, precisamente porque es el sector más dependiente de la justicia en su más amplio sentido. El más débil y al mismo tiempo el más atacado.

Los delitos que se imputan a la infanta y a su marido, los muy nobles Duques de Palma, se pueden resumir en una apropiación de dinero publico, es decir de nuestro dinero, aprovechando una situación de privilegio más propia de la Edad Media que de nuestros días. Que un juez tenga que "redactar poco menos que un tratado de derecho procesal" (palabras del propio juez), para conseguir sentar en el banquillo a un miembro de la realeza, es un ataque a la linea de flotación de la independencia judicial y de la igualdad ante la justicia.

Ningún trabajador español, ninguno en el fondo, en voz alta o en silencio, está en desacuerdo con la decisión del juez Castro, es más si se constituyese un jurado popular y a la vista del contenido del auto del juez, todos los implicados en el caso serían considerados culpables.

Una cuestión no debemos olvidar, no debemos personalizar en la figura de la infanta, ella no es el problema principal, solo una consecuencia del mismo, de la monarquía. Una institución que, como se puede comprobar, su sola existencia pone en entredicho ni más ni menos que a la justicia y a los jueces. Tampoco debemos debatir sobre abdicaciones ni sobre sucesiones. El mal es la monarquía en si misma, independientemente de quien se siente en el trono, más aún, si cabe, si quien lo hace es un borbón. Este es el único debate que interesa. 

Que una infanta de España se siente en un banquillo no es un escándalo, lo que es un escándalo es que en España exista una monarquía desempeñando la jefatura del estado, máxime si el rey lo es por imposición de un dictador sanguinario con la colaboración de sus herederos y la complaciente cobardía de aquellos a los que masacró.  Un rey que, cosas del destino, jamás podría jurar como lo hizo Alfonso VI en relación con su inocencia en la muerte de su hermano, sencillamente por que fue él quien lo mató.

Que la infanta vaya al juzgado como imputada es una buena noticia, al menos un placebo para esta democracia tan defectuosa que estamos soportando. Que rinda cuentas ante el juez, casi un Cid contemporáneo, luego si quiere que visite a su confesor, que para eso, también entre todos, lo pagamos.

Benito Sacaluga




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