Fernando VI |
Fernando VI, cuarto hijo de Felipe V, tuvo a bien iniciar una persecución contra los gitanos. El diseño del plan se llevó a cabo en secreto y consistía en arrestar y finalmente extinguir a todos los gitanos existentes en territorio español, el 30 de julio de 1749 dio comienzo la operación racista de exterminio contra el pueblo gitano. No era la primera vez que la monarquía española perseguía a este grupo étnico, ya en 1539 Felipe II instauró la pena de galeras para los gitanos y se ordenó la captura de todos aquellos varones capaces de empuñar un remo.
Desde el Despacho de Guerra de Felipe V se organizaron las acciones y se dispusieron los medios necesarios aplicables en todos los territorios de la corona. Una vez arrestados, los gitanos eran separados en dos grupos: todos los hombres mayores de siete años en uno, y las mujeres y los menores de siete años en otro. A continuación, y según el plan, los primeros serían enviados a trabajos forzados en los arsenales de la Marina, y las segundas ingresadas en cárceles o fábricas. Los arsenales elegidos fueron los de Cartagena, Cádiz y Ferrol, y más tarde las minas de Almadén, Cádiz y Alicante y algunas penitenciarías del norte de África. Para las mujeres y los niños se escogieron las ciudades de Málaga, Valencia y Zaragoza. Las mujeres tejerían y los niños trabajarían en las fábricas, mientras los hombres se emplearían en los arsenales, necesitados de una intensa reforma para posibilitar la modernización de la Armada Española, toda vez que las galeras habían sido abolidas en 1748. La separación de las familias (con el evidente objetivo de impedir nuevos nacimientos) fue uno de los rasgos más crueles de la persecución. El traslado sería inmediato, y no se detendría hasta llegar al destino, quedando todo enfermo bajo vigilancia militar mientras se recuperaba, para así no retrasar al grupo. La operación se financiaría con los bienes de los detenidos, que serían inmediatamente confiscados y subastados para pagar la manutención durante el traslado, el alquiler de carretas y barcos para el viaje y cualquier otro gasto que se produjera. Las instrucciones, muy puntillosas en ese sentido, establecían que —de no bastar ese dinero— el propio Rey correría con los gastos.
Diversas cifras se han barajado para computar el efecto de la medida adoptada en 1749. El análisis de los documentos existentes hasta el 4 de octubre de ese año, arroja la cifra de 7.760 de gitanos y gitanas capturados, a los que se deben añadir todas las personas que fallecieron, lograron huir y las que quedaron libres antes de ser computadas, como también todos aquellos que se capturaron en localidades que no fueron incluidas en primera instancia -algo más de mil gitanos y gitanas-, por lo que estimamos una cifra aproximada a los 9.000 individuos, cantidad que coincide con la que Campomanes dio en su día, seguramente por haber manejado esta misma documentación. Si bien, hay algunos autores que elevan esta cantidad hasta 12.000 individuos implicados, multitud que causó problemas de ubicación, que fueron solventados sobre la marcha. En cada lugar los hechos se desarrollaron de manera particular. En Sevilla, uno de los lugares más densamente poblados de gitanos de toda España (130 familias), se creó un cierto estado de alarma cuando se ordenó cerrar las puertas de la ciudad y los habitantes se enteraron de que el ejército rodeaba la población. La recogida de los gitanos dio lugar a disturbios que se saldaron con al menos tres fugitivos muertos. En otros lugares, los propios gitanos se presentaron voluntariamente ante los corregidores, creyendo tal vez que acudían a resolver algún asunto relacionado con su reciente reasentamiento.
La meticulosa organización de los arrestos contrasta con la imprevisión y el caos en que se convirtió el traslado y el alojamiento, sobre todo en las etapas intermedias de los viajes. Se reunió a los gitanos en castillos y alcazabas, e incluso se vaciaron y cercaron barrios de algunas ciudades para alojar a los deportados (por ejemplo, en Málaga). Ya en su destino, las condiciones de hacinamiento resultaron ser especialmente terribles, pues por lo general incluían el uso de grilletes. La envergadura del proyecto de “exterminio” se mostró muy por encima de los medios disponibles en aquella época, ya que se carecía de los necesarios recursos económicos y humanos para completarlo. Además, muchas partidas se formaron improvisadamente, y no tuvieron bien definido cuál era el objetivo, aún más cuando los padrones de gitanos se hallaban incompletos, hecho que hizo surgir numerosas dudas desde un primer momento, por no saber si había de procederse contra todos los gitanos en general, o bien había que hacer excepciones con aquellos que poseían estatutos de cristianos viejos o formaban matrimonios mixtos. El Consejo de Castilla, desbordado por el aluvión de interrogantes que desde todos los rincones de la península fueron llegando, tuvo que dilucidar sobre todo esto y sobre lo que había de practicarse con aquellos que se hallaban en otros destinos penitenciarios, dilema que se resolvió al ordenar mantenerlos presos tras haber cumplido su condena. Además, las protestas de los gitanos que poseían un estatuto de castellanía o de una vecindad consolidada de muchos años atrás, consiguieron que se dispusiera la libertad de los “que antes de recogerlos hubieren tenido ejecutorias del Consejo u otros formales declaraciones para no ser considerados como tales”, medida que acabó haciéndose extensible al resto de las familias de los implicados, rompiendo el carácter universal de la redada y abriendo un nuevo proceso que se centró en un replanteamiento dirigido hacia presupuestos muy diferentes del proyecto original de “exterminio”.
En las instrucciones enviadas no se mencionaba a los «gitanos»: la palabra estaba prohibida por pragmáticas anteriores, en virtud de los ideales unificadores de la Ilustración. La pragmática básicamente describía sus actividades. Eso permitiría a algunos corregidores ordenar que no se molestara a determinada familia por estar arraigados en el vecindario y tener oficio conocido. Asimismo, no se detuvo a las mujeres gitanas casadas con un no gitano (si bien hubo excepciones), apelándose al fuero del marido, lo que implicaba que los gitanos casados con no gitanas sí serían deportados junto con sus mujeres e hijos. Se dispuso la horca para los fugados, si bien parece que las autoridades locales se negaron a cumplir esa orden, en parte por las decisiones de revisión de casos que veremos a continuación, en parte por considerarla injustificada.
Según la documentación conservada, la actitud de los no gitanos fue variable. Desde la colaboración y la denuncia hasta la petición de misericordia al Rey por parte de ciudadanos «respetables» (en el caso de Sevilla), lo que es una muestra del variado grado de integración que tenía la población gitana de entonces.
En 1763 se notificó a los gitanos, por orden del Rey (en este caso, Carlos III), que iban a ser puestos en libertad. Pero la compleja administración absolutista debía primero resolver el problema de su reubicación. Además, los consejeros del Rey decidieron que, junto al indulto, debería reformarse de nuevo toda la legislación sobre los gitanos. Esto supuso un atasco burocrático de dos años más, para desesperación de los gitanos presos (que no cesaron de reclamar la libertad) e inquietud de los militares, hasta tal punto que el Rey ordenó acelerar los trámites y dio órdenes de finalizar el asunto. El 6 de julio de 1765, dieciséis años después de la redada, la secretaría de Marina emite orden de liberar a todos los presos, orden que hacia mediados de mes ya se habría cumplido en todo el reino. En el arsenal de Cartagena, un total de 75 gitanos fueron puestos en libertad, 12 de ellos con destino a Alcira. Sin embargo, éstos no fueron los últimos, pues el 16 de marzo de 1767 los dos gitanos que hasta entonces se hallaban como capataces en los trabajos del camino de Guadarrama fueron puestos en libertad; y aún, en 1783, treinta y cuatro años después de la redada, estaban siendo liberados algunos gitanos de Cádiz y Ferrol.
Cuando en 1772 se sometió a deliberación una nueva legislación sobre gitanos, en el preámbulo se menciona la redada de 1749. Carlos III solicitará que sea retirada esa mención, pues «hace poco honor a la memoria de mi hermano» (refiriéndose a Fernando VI).
Bibliografía
Las fuentes directas de estos sucesos se encuentran dispersas en los archivos municipales españoles, y en muchos casos se han perdido, así como en otros archivos oficiales y epistolarios administrativos y diplomáticos. Pese a la naturaleza del caso, apenas ha merecido la atención de la historiografía. La reconstrucción de estos episodios se debe, fundamentalmente, a Antonio Gómez Alfaro.
Antonio Gómez Alfaro, La Gran Redada de Gitanos, Ed. presencia gitana, Madrid, 1993. ISBN 84-87347-09-6
Teresa San Román. La diferencia inquietante (esp. págs. 38 a 43), Ed. Siglo XXI. Madrid, 1997. ISBN 84-323-0951-6
Angus Fraser, Los gitanos (esp. pág. 170 y sig.), Ed. Ariel, Barcelona, 2005, ISBN 84-344-6780-1.
Manuel Martínez Martínez, Los forzados de Marina en el siglo XVIII. El caso de los gitanos (1700-1765), Tesis doctoral, Universidad de Almería, 2007, ISBN 978-84-8240-852-1.
Manuel Martínez Martínez, Forzados gitanos confinados en los arsenales peninsulares tras la redada general de 1749, en Estudios de Historia Naval. Actitudes y medios en la Real Armada del siglo XVIII, Murcia, 2012, pp. 291-328, ISBN 978-84-9781-719-6.
Manuel Martínez Martínez, Los forzados de la escuadra de galeras del Mediterráneo en el siglo XVII. El caso de los gitanos en Revista de Historia Naval, 117, 2012.
Manuel Martínez Martínez, Los gitanos en el reinado de Felipe II (1556-1598). El fracaso de una integración en Chrónica Nova, 30, 2004, pp. 401-430, ISSN 0210-9611.
Condensado de La Gran Redada : wikipedia.org
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